Por Ricardo González Camacho
Activista social
La República Dominicana vive una paradoja difícil de ignorar. En un territorio capaz de
generar riqueza suficiente para asegurar bienestar a toda su población, persisten
desigualdades tan profundas que millones de personas continúan atrapadas en
precariedades que vulneran su dignidad: hambre, malnutrición, viviendas inadecuadas,
empleos informales, falta de agua potable, servicios de salud inaccesibles y un sistema de
protección social que llega tarde o no llega.
El contraste es evidente: mientras un porcentaje mínimo del país exhibe niveles de consumo
comparables con los estándares más altos del mundo, amplios sectores apenas sobreviven.
Este escenario refleja un problema que va más allá de lo económico.
Es un fallo estructural
en la forma en que se organizan nuestras instituciones, se diseñan las políticas públicas y se
distribuyen las oportunidades. Si la Constitución reconoce que la dignidad es la base del
ordenamiento jurídico, ¿por qué aún no logramos traducir ese mandato en una vida digna
para todos y todas?
Avances formales, brechas reales
Es justo reconocer que el país ha avanzado en marcos normativos, instituciones, protocolos
y reformas orientadas a fortalecer los derechos sociales y económicos. La sociedad civil ha
impulsado durante tres décadas una agenda persistente que ha logrado conquistas
importantes en la formalidad del derecho.
Pero estos avances, aunque valiosos, siguen siendo insuficientes.
La distancia entre la ley
escrita y el ejercicio efectivo de los derechos continúa marcada por una visión de clase que
condiciona el acceso a los bienes y servicios esenciales. La calidad de la educación, la salud,
la seguridad social o la vivienda depende todavía —en gran medida— de la capacidad de
pago o de la influencia política.
La evidencia está a la vista. Tras diez años de mayor inversión educativa, la calidad sigue
rezagada. La seguridad social, concebida para garantizar salud y retiro digno, se ha
transformado en una maquinaria que beneficia más a las élites financieras y al sector
privado que a los y las trabajadoras que la sostienen.
El sistema protege la estabilidad
macroeconómica, sí, pero no necesariamente la vida de la gente.
Violaciones que persisten y poblaciones que quedan atrás
Cada vez se documentan con mayor frecuencia vulneraciones a derechos fundamentales:
despidos injustificados, negación de servicios sanitarios, discriminación contra personas
que viven con VIH, trato desigual hacia personas migrantes y dificultades para acceder al
debido proceso en casos de deportación.
La situación de la población haitiana —o dominicana de ascendencia haitiana— sigue
marcada por prácticas discriminatorias y por la existencia de redes de extorsión y abuso
que operan frente a una institucionalidad débil o indiferente.
En los barrios, las dinámicas del microtráfico evidencian otro rostro del problema: la
convivencia entre estructuras delictivas y sectores del Estado que toleran o ignoran su
expansión.
Estas realidades afectan de manera directa la seguridad y el tejido social de las
comunidades más empobrecidas.
Una crisis silenciosa: la salud mental
Mientras tanto, la salud mental se deteriora sin que exista una respuesta estatal acorde a la
magnitud del problema.
Las cifras de la OMS indican que cerca del 5% de la población
padece trastornos depresivos o de ansiedad, y la tasa de suicidios aumenta especialmente
entre jóvenes y adultos mayores.
Pese a ello, la inversión pública en servicios de salud mental es casi inexistente, y más del
60% de quienes requieren atención no la reciben.
La consecuencia es un sufrimiento
silencioso que atraviesa hogares, escuelas y espacios laborales sin que se convierta en
prioridad nacional.
Políticas públicas insuficientes y derechos aún sin conquistar .
El déficit de políticas públicas impacta a múltiples sectores: adultos mayores sin programas
efectivos, mujeres víctimas de violencia sin la protección integral que necesitan,
adolescentes en riesgo sin orientación adecuada, personas dentro del espectro autista con
apoyos insuficientes y una accesibilidad urbana que sigue siendo excluyente.
La población con discapacidad continúa enfrentando barreras persistentes. La inclusión
educativa sigue siendo más discurso que realidad: una rampa no hace una escuela inclusiva;
se necesita inversión, formación docente y adaptación curricular. Lo mismo ocurre en salud,
transporte y espacios públicos.
La comunidad LGBTIQ+ también continúa enfrentando discriminación laboral, educativa y
social. Y aunque los feminicidios han mostrado una leve disminución, los números siguen
siendo alarmantes.
A noviembre, ya se registraban 49 mujeres asesinadas y cientos de
agresiones que evidencian fallos en prevención, atención y justicia.
En el ámbito territorial, los desalojos compulsivos en comunidades consolidadas se han
convertido en una de las expresiones más graves de la vulneración del derecho a la
vivienda.
Las familias expulsadas rara vez reciben soluciones dignas o procesos acordes al
debido proceso establecido en la ley.
Lo que necesitamos cambiar: una ruta para garantizar derechos
Los desafíos son enormes, pero no imposibles de enfrentar si existe voluntad política y
compromiso social.
Garantizar los derechos humanos en la República Dominicana exige
acciones claras:
1. Lucha efectiva contra la corrupción y fortalecimiento institucional
Sin instituciones fuertes, ningún derecho se sostiene. La corrupción debilita servicios,
desvía recursos y erosiona la confianza pública.
2. Veeduría social y rendición de cuentas
La supervisión ciudadana debe ser un componente estructural del Estado, no una excepción.
3. Un Pacto Fiscal verdaderamente progresivo
Se requiere aumentar la recaudación al menos al 6% del PIB mediante reducción de la
evasión y revisión de privilegios fiscales. Sin justicia tributaria, no habrá justicia social.
4. Revisión del Pacto Eléctrico
Las distorsiones que favorecen a sectores privilegiados en detrimento del Estado deben
corregirse para garantizar acceso justo y sostenible a la energía.
5. Políticas públicas universales con enfoque de derechos y territorialidad
Educación, salud, vivienda, accesibilidad y protección social deben diseñarse para quienes
más lo necesitan, no para quienes más pueden pagar.
Un compromiso ineludible
El país tiene capacidad. Tiene talento, instituciones, organizaciones sociales y experiencias
comunitarias que demuestran que es posible construir bienestar colectivo.
Lo que falta es un acuerdo nacional que coloque en el centro la dignidad humana y que
transforme la desigualdad en oportunidad.
Los derechos humanos no pueden seguir siendo una aspiración; deben convertirse en
garantía. Esa es la deuda pendiente. Y es una deuda que, como sociedad, todavía estamos a
tiempo de saldar.